Los Anarquistas Españoles



LOS ANARQUISTAS ESPAÑOLES de Murray Bookchin
Los años heroicos 1868-1936
CAPITULO 11:
CONCLUSIONES

La realidad del tema que nos ocupa es tan amplia que tendríamos que dejar los detalles de algunos hechos sucedidos durante la revolución - sus asombrosas hazañas y su tragedia -, para otro volumen. La muerte de Sanjurjo en un accidente de aviación en el preciso momento en que regresaba a España, dejando a Franco al mando de todo el levantamiento militar; el hecho de que la guerra en la península se convirtiera en un conflicto vinculado en forma intima y compleja al poder político europeo; que España soportara tres atormentados años de lucha interior, son sucesos que se narran en todas las tradicionales historias de la Guerra Civil española.

Sin pretender entrar ahora en una discusión sobre el colectivismo anarquista y las experiencias del control de la industria por los trabajadores, que se desarrolló en el ultimo semestre de 1936, procuraremos dar una evaluación de los hechos que hemos relatado. Por ejemplo, ¿qué lugar ocupó el movimiento anarquista español en la historia del socialismo proletario? Cuales fueron sus posibilidades y sus limitaciones? ¿Las formas en que se organizaron la CNT y la FAI guardaban relación con las de los movimientos más radicalizados de su tiempo? En la actualidad, mucho después de que el anarquismo fue aniquilado por el franquismo, sigue interesando aproximarse a una visión clara que conteste estas interrogantes. En realidad, el movimiento de esos años aun nos obsesiona, no sólo como un viejo sueno, o acaso un trágico recuerdo, sino como un apasionante experimento de teoría y practica libertarias.

Aunque el anarquismo español en sus «años heroicos» fue virtualmente desconocido por la extrema izquierda extranjera, no hay duda de que constituyó, dentro de la dialéctica de tales procesos, el florecimiento mas grandioso y el final de un largo siglo de historia del socialismo proletario.

El surgimiento de la clase obrera, en especial la aparición del proletariado parisiense como fuerza revolucionaria en las barricadas de junio de 1848, cambió enteramente las perspectivas de la vieja teoría radical. Hasta entonces las ideas criticas sobre la sociedad, en líneas generales, derivaban de las nociones de un conflicto populosa entre una fuerte minoría opresora y una masa dominada de oprimidos. Por lo general, las ideas radicales de entonces concebían en términos imprecisos los sectores polarizados de la sociedad. Bajo la rubrica de «pueblo» (le peuple) incluían un amplio grupo de variados estratos históricamente antagónicos, como artesanos, obreros de fabrica, campesinos, profesionales, pequeños comerciantes y pequeños industriales del montaje o instaladores, que se unieron como consecuencia de la permanente opresión de monarcas, aristócratas, comerciantes ricos, financieros e industriales. Por consiguiente, el «pueblo» estaba mas unido por factores negativos que por auténticos valores comunitarios donde los intereses particulares coincidieran con los generales.

A comienzos de la Revolución Francesa de 1789, el «pueblo» era más bien una coalición que una clase social. A medida que el proceso revolucionario avanzaba esa coalición tendía a desintegrarse. Los elevados ideales utópicos de libertad, igualdad y fraternidad fueron incapaces de ocultar el antagonismo entre artesanos y comerciantes, antes aliados, y entre los trabajadores de las fabricas y sus patronos. Asimismo, esos ideales fueron insuficientes para mitigar el fanático localismo de campesinado y las aspiraciones egoístas de los profesionales. La «nacionalidad», el «patriotismo» y las virtudes republicanas inherentes al concepto de «ciudadanía», apenas disimulaban las profundas divergencias entre los intereses que coexistían en el llamado «Tercer Estado», termino antiguo que significaba el orden opuesto al feudalismo.

La revolución de junio de 1848 del proletariado parisiense reemplazar la lucha populista por la lucha de clases, despojándola de la mística tradicional de «pueblo», «nación», y «ciudadanía». Era evidente entonces que las coaliciones populares contra las élites preindustriales incluían a sectores contrarios. Un socialismo «científico» despropósito de contenido ético comenzó a sustituir al socialismo ético, populista y utópico nacido con la Revolución Francesa, lo mismo que a sus secuelas. La «plusvalía» constituyo un incremento único en su estilo; la burguesía lo adquirió sin utilizar la fuerza apropiándose del superávit producido por el trabajo y de los mismos obreros mediante un aparente intercambio de fuerza de trabajo por salarios en el mercado libre. Los trabajadores ya no eran ni esclavos ni siervos y jurídicamente eran «libres», pero representaban un tipo de clase oprimida sin precedentes históricos. Carecían de los medios de producción, que estaban en poder de la burguesía, por lo tanto esta clase era «libre» para trabajar o, por supuesto, para morirse de inanición. Aunque la «libertad» se convertía en una realidad política, en lo que concierne al aspecto económico no dejaba de ser una ficción. La mera posesión de los medios de trabajo, las herramientas, que siempre habían pertenecido tradicionalmente a los artesanos, hacia emerger a la burguesía (única clase histórica) y por simples maniobras en el mercado del trabajo sometía al proletariado bajo sus dominio mediante la expropiación y la explotación. En la sociedad todos eran «libres» e «iguales», pero esa misma sociedad reconocía la propiedad, privada sin restricciones, y la «igualdad» significaba un justo intercambio de fuerza de trabajo por salarios, que encubría, a servidumbre de la clase obrera al capitalismo como proceso inevitable.

El «mercado libre» provocó también, de modo irreversible, la radicalización del proletariado. El progresivo avance de la competencia que hacia que cada uno de los «libres empresarios» tratara de obtener mayores beneficios que los demás en el mercado, implicó un despiadado proceso de competencia y acumulación de capital que, concomitantemente, condujo a una general reducción de los salarios. El empobrecimiento de la clase obrera, agudizándose cada vez mas, la conduciría eventualmente hacia la revolución social. Marx no daba crédito a la idea de que la acción de elevados ideales seria el impulso para la revolución de los proletarios. «Cuando los escritores socialistas adscriben al proletariado este papel revolucionario histórico - dice Marx - no es [...] porque consideren a los proletarios como dioses. Mas bien todo lo contrario. Puesto que la abstracción de la humanidad, incluso de la imagen de la humanidad, es prácticamente total en el desarrollo del proletariado (el subrayado es mío, M. B.) y que las condiciones de vida del proletariado resumen las condiciones de vida de toda la sociedad actual en toda su penetrante humanidad; puesto que el hombre en si mismo se halla perdido dentro del proletariado, sin embargo, al mismo tiempo que ha logrado no sólo la conciencia teórica de esa desorientación, sino que a través de ella ya no oculta su urgente y absolutamente imperativa necesidad - esta útil expresión de necesidad -, se orientara hacia la rebelión en contra de esa inhumanidad.»

«No en vano asiste a la austera y fuerte escuela del trabajo". La cuestión no es que este o aquel proletario, o el proletariado en general, considere el momento indicado. El problema es que significa el proletariado y de acuerdo a lo que sea se verá obligado a actuar».

De acuerdo con esto el socialismo se convierte en «científico» y se desarrolla como una ciencia de «socialismo proletario» debido no que esta integrado por «dioses», sino por hecho de que de acuerdo con lo que «sea se vera obligado a actuar». Por otra parte Marx atribuía esta función revolucionaria al «proletariado desarrollado», no al campesinado declassé, arrancado al campo, o a los empobrecidos artesanos el estrato social con el que la clase capitalista iba a armar las fabricas y los talleres de la sociedad industrial. A menos que los acontecimientos forzaran a Marx a reconocer los rasgos radicalizados y la volatilidad insurreccional de estos elementos declasses, desarraigados, por lo general los consideraba como alte scheisse (la vieja basura) que subsistía aun en la etapa de la formación del capitalismo industrial. Las esperanzas de un «socialismo proletario» se hicieron patentes en primer lugar en el «proletariado desarrollado» de la industria moderna, «una clase ascendente cuantitativamente y disciplinada, unida y organizada por los mismos mecanismos del proceso de producción capitalista». El socialismo proletario, en realidad, pretendía desmitificar la idea de «pueblo» como una masa homogénea y revolucionaria y demostrar que las creencias tales como «libertad» e «igualdad» no podrán estar divorciadas de las condiciones materiales de la vida social.

Aun dentro de ese mismo proceso de desmitificación el marxismo generó varios mitos engañosos que demostrarían los limites del mismo socialismo proletario. Las barricadas de junio de 1848 habían sido manejadas, de hecho, no por un proletariado industrial «disciplinado, unido y organizado por los mismos mecanismos de producción capitalista», sino por artesanos, trabajadores a domicilio, indescriptible numero de todo tipo de trabajadores, pobres desempleados urbanos y rurales, incluso taberneros, camareros y prostitutas - en definitiva gente flotante y despojos de la sociedad francesa - a quienes la clase dominante denominaba, por lo general, la canaille.

Elementos semejantes a estos levantarían las barricadas de la Comuna de París un cuarto de siglo mas tarde. Y la industrialización que sufrió Francia después de la Comuna y el nacimiento, paralelo a este proceso, del proletariado industrial hereditario, disciplinado, unido y organizado por los mismos mecanismos de producción capitalista», fue precisamente lo que silencio el «canto» del «Gallo Rojo» francés que en el siglo XIX había llamado a Europa a la revolución. Casi lo mismo podría decirse, en verdad, del proletariado ruso de 1917, que se acababa de reclutar del campo y que era todo menos una clase obrera «desarrollada».

Las grandes insurrecciones proletarias, que parecían prestar una adhesión tan comprometida al concepto del socialismo proletario, fueron abastecidas principalmente por el estrato social que no vivía ni en la sociedad industrial ni en la sociedad rural, sino en el tenso y casi electrificante campo de fuerza de ambas. Durante casi un siglo el socialismo proletario ha sido una fuerza revolucionaria no porque un proletariado bien organizado, consolidado y hereditario hubiese surgido junto al sistema industrial, sino como consecuencia del verdadero proceso de proletarización. Los campesinos desposeídos y los artesanos fueron arrancados de un sistema de vida desintegrado y preindustrial, y arrojados a un medio industrial estandardizado, deshumanizado y mecanizado. Ni los pueblos ni el pequeño comercio como tales, ni tampoco la fabrica se arriesgaron a predisponerlos hacia una acción social benévola, mas bien fueron movidos por la desintegración de los primeros, y el choque de esta ultima. Desmoralizados hasta la indiferencia, declasses espiritualmente, de hecho, muchos de ellos volcaron su adhesión a la Comuna de París, a los soviets de Petrogrado y a la CNT de Barcelona.

La verdadera cualidad del antiguo proletariado «semidesarrollado», anteriormente campesinos y artesanos, o tal vez alejados por una generación de ese status, se caracterizaron por una volatilidad, indocilidad y audacia que la jerarquía del sistema industrial y manufacturero se encargaría de atenuar en sus descendientes: el proletariado hereditario de las décadas de 1940 y 1950, una clase que no conocía otro mundo que no fuese el industrial. Para esta clase no existirían tensiones entre el medio urbano y el rural, entre el anonimato de la ciudad y el sentido de responsabilidad compartida de la pequeña comunidad, entre el ritmo standard de las fabricas y los ritmos fisiológicos de la tierra. Las premisas del proletariado en esta etapa posterior se modelaron en torno a la validez de la fabrica, como el ruedo de la actividad productiva; la herencia industrial, como sistema de autoridad técnica, y la unión de la burocracia como estructura de la clase gobernante. La era del socialismo proletario llegó a su fin en un proceso gradual durante el cual el proletariado «semidesarrollado», presumiblemente «primitivo», se convirtió en «desarrollado», «maduro», en una palabra, se proletarizó totalmente.

En realidad, el proletariado se convirtió, desde el punto de vista psicológico y espiritual, en parte del mismo sistema que, según el principio marxista, estaba destinado a derrocar. El socialismo proletario se transformó, de modo sorprendente, en un movimiento institucionalizado para la movilización laboral, con objetivos ampliamente economicistas. Asimismo, se solidarizó en partidos de trabajadores que representaban valores liberales pragmáticos, lo que incluso embotaba la sensibilidad intelectual de los ideales revolucionarios de la clase trabajadora. Por ultimo, en forma desastrosa, siguieron las directrices de las formas inherentes al capitalismo tradicional en torno a la planificación económica de la política centralizada y del control industrial, así como de la regulación jerárquica y nacionalización de la economía. Los ideales socialistas de libertad, despojados, por el socialismo científico, de su contenido ético, y agobiados por las consideraciones pragmáticas de planificación centralizada y economía nacionalizada, se transforman en un mero dispositivo ideológico para movilizar el apoyo popular al capitalismo de Estado.

Si se considera solamente el factor tiempo, el anarquismo español no habría participado en el destino histórico del socialismo proletario. Sin embargo, podría muy bien haber agregado el ultimo peldaño del desarrollo del socialismo proletario revolucionario, antes de que el futuro de éste se manifestase evidentemente como una variante de la ideología del capitalismo de Estado. De cualquier manera la revolución libertaria de julio de 1936 parecía haber concentrado en si misma muchas de las nobles cualidades que se habían revelado sólo parcialmente en las anteriores rebeliones del movimiento obrero. En julio de 1936, la CNT y la FAI eran lo suficientemente independientes como movimientos obreros en relación con los socialistas y el POUM, como para hacer de Barcelona la ciudad revolucionaria de España. Ninguna otra área urbana tan extensa lograría los objetivos sociales del sindicalismo revolucionario, la colectivización de la industria y la adopción de formas comunales de administración de la tierra, como lo hizo resueltamente Barcelona y sus alrededores. Las palabras de Orle que describen la ciudad durante esta etapa, producen aun una suerte de embriaguez; las plazas y las avenidas adornadas con banderas rojas y negras, el pueblo armado, los slogans, las conmovedoras canciones revolucionarias, el entusiasmo febril por la creación de un mundo nuevo, el fulgor de la esperanza y el genial heroísmo. Con todo, los limites de este desarrollo resultarían muy penosos si nos preguntáramos: se habría logrado una sociedad anarcosindicalista en 1936, en el caso de que el movimiento de los generales hubiese sido aplastado? En principio, muy pocos teóricos anarquistas importantes parecen responder afirmativamente. Es posible que se hubiese logrado, si, una economía mixta; aunque resulte difícil calcula el tiempo que podría haber resistido el entusiasmo de los mas ascéticos anarquistas, a las tentaciones y demandas de una economía de mercado coexistente. Saber si una revolución comunista podría darse en un país industrialmente subdesarrollado - como asimismo determinar si tal revolución podría, incluso, tener éxito temporalmente bajo exigentes condiciones materiales de vida - no habría constituido un tema de discusión entre Marx y los anarquistas. Determinar si esa revolución seria capaz de establecer una sociedad comunista permanente, es otro asunto. En el libro El organismo económico de la revolución, escrito por el distinguido teórico anarquista español Diego Abad de Santillan poco antes de la sublevación militar, y discutido ampliamente en el ambiente anarquista español, se destaca la importancia de estas cuestiones: «No obstante la posibilidad de vivir la anarquía en cualquiera que sea el grado de desenvolvimiento económico, es indudable que las condiciones materiales de vida influyen poderosamente sobre la psicología humana. En un periodo de privaciones, el individuo se vuelve egoísta, insolidario; en la abundancia es generoso, amplio, predispuesto a la buena vecindad y al buen acuerdo. Todos los períodos de miseria son periodos de embrutecimiento de costumbres, de regresión moral, de lucha feroz de todos contra todos por el pan cotidiano. En ese sentido, puede decirse que la economía influye seriamente en la vida espiritual del individuo y en la convivencia social. Y es por eso que buscamos aquellas condiciones que ofrecen mas comodidad, más confort, mas ventajas, no solo porque es muy humano aspirar a una vida cada vez mas libre de preocupaciones e inquietudes de orden material, sino porque esas condiciones constituyen una garantía de relaciones iguales y solidarias entre los hombres. No dejamos de ser anarquistas al sentir el estomago vacío; pero no es con el estomago vacío como nos encontramos mas a gusto.»

El problema de la escasez material no es meramente aquello de «El hombre que lucha contra el hombre es un lobo y jamas podrá convertirse en verdadero hermano del hombre mas que en condiciones materiales seguras», pero quizá lo mas significativo es que los seres humanos pueden descubrir también en la abundancia que es lo que no necesitan. Me refiero no solo a la seguridad y a las necesidades materiales, sino además a las espirituales; por ejemplo, la competencia, valores, e incluso contratos e instituciones sociales que aseguren sistemas igualitarios basados en la reciprocidad. Lejos de la indigencia y de la inseguridad social, cuando el individuo no sufra privaciones podrá avanzar desde el reino de la «justicia» y la igualdad al de la mas alta moral que es el reino de la libertad, donde el pueblo trabajara de acuerdo con sus posibilidades y recibirá lo que necesite. Y por ultimo, en la abundancia económica que provea las necesidades individuales con el mínimo esfuerzo, el individuo podrá disponer de un tiempo libre que le permita cultivarse y participar plenamente en la administración de la vida social.

El anarquismo español puso de manifiesto hasta que punto el socialismo proletario podía contribuir al avance de un ideal de libertad en cuanto a principios morales solamente. Teniendo en cuenta la favorable coyuntura de los acontecimientos, un movimiento revolucionario de obreros y campesinos habrá sido capaz de hacer una revolución libertaria, colectivizar la industria y crear unas posibilidades sin precedentes históricos en relación a la dirección de fabricas y administración de tierras por quienes las trabajaban. Además, la acción revolucionaria de aplastar la rebelión militar en las ciudades clave de España, de asumir el control directo de la economía, que aun bajo circunstancias de mera compulsión de hechos externos habían actuado como poderoso impulso espiritual por derecho propio, alterando de modo apreciable las actitudes y opiniones de los sectores menos comprometidos de la clase oprimida. De este modo el socialismo proletario había impulsado a la sociedad española más allá de sus limites materiales, en un experimento utópico de colosales proporciones, que Burnett Bolloten, con acierto, describe como «una revolución social de gran alcance [...] mas profunda en muchos aspectos que la revolución bolchevique en sus primeras etapas...». Los trabajadores no sólo establecieron el control de las industrias y los campesinos formaron colectividades libres en diversas regiones, sino que en muchos casos se abolió el uso del dinero, y los principios comunistas más radicales sustituyeron a los conceptos burgueses de trabajo, distribución y administración.

Pero, que sucedería cuando la vida cotidiana comenzara a registrar el peso tremendo de las carencias económicas y todos los problemas materiales impuestos no sólo por la Guerra Civil, sino derivados del escaso desarrollo de la base tecnológica? «El comunismo será el fruto natural de la abundancia - habrá prevenido Abad de Santillan en la primavera de 1936 -. Mientras esta no sea posible o donde no sea realizable, solo será un ideal», añadía. El ardor revolucionario de la CNT y de la FAI superaba los obstáculos que le imponían la escasez, la carestía y todas las privaciones materiales de los artículos indispensables para la vida cotidiana, dificultades que habrán limitado el empuje de las revoluciones anteriores? La ayuda mutua y las iniciativas del proletariado podrían sobrevivir frente a las tendencias egoístas y a la burocratización? Diferimos las respuestas a estas cuestiones hasta nuestro próximo volumen, que estudiaremos conjuntamente con el impacto de la revolución stalinista, especialmente en las reas anarquistas españolas.

Pero la paradójica confrontación de la clásica doctrina del socialismo proletario debe observarse claramente, con atención y amplitud, en la hipótesis de que la revolución española tenga algún significado en nuestros días. El socialismo proletario, como doctrina y movimiento histórico, esta atrapado entre sus mismas premisas. Para que los trabajadores devengan revolucionarios en tanto que trabajadores - como una clase de asalariados desposeídos, comprometidos en una lucha irreconciliable con la clase capitalista poseedora de la propiedad - se presupone una necesidad material que, en no menor medida, impide directamente al proletariado la organización y el control de la sociedad. La necesidad material, producto no sólo de la explotación sino además de una inadecuada base tecnológica, niega a los trabajadores la seguridad material y el tiempo libre para transformar totalmente las condiciones económicas, políticas y espirituales de vida.

Las décadas de relativa abundancia que seguirían a la revolución española décadas que fueron no sólo producto de la racionalización económica y planificación en la línea del Estado capitalista, sino de extraordinarios progresos tecnológicos - revelaron que el proletariado podía ser absorbido por la sociedad burguesa, que podía transformarse en clase acomodada mas bien que en una clase revolucionaria. El proletariado organizado y disciplinado por la fabrica, podía llegar a ser, en realidad, una extensión de la fabrica, sin límites dentro de la sociedad, una víctima de las estrechas funciones economicistas y sus sistemas estandarizados y jerárquicos. No pretendo afirmar en este trabajo que cualquier revolución social de nuestro tiempo pueda lograrse sin el apoyo activo del proletariado, sino mas bien que ninguna revolución puede ahora seguir siendo calculada en función de la «hegemonía proletaria», del liderazgo de la clase obrera. Una revolución social, por lo menos en los países capitalistas desarrollados de todo el mundo, supone una amplia disconformidad con la totalidad de la sociedad capitalista: el anonimato y la atomización fomentados por la megalópolis moderna, descontento frente a la calidad de la vida cotidiana, conciencia de una vida sin sentido dedicada a trabajar duro para sobrevivir, un agudo sentido de la jerarquía y la dominación en todas sus formas. En el caso de la jerarquía y de la dominación, una sociedad liberada sentiría la necesidad de abolir no sólo a la clase dominante y a la explotación económica, sino también liquidar el dominio del hombre sobre la mujer, del viejo sobre el joven y de un grupo étnico sobre otro. Se podría seguir enumerando una multitud de grandes problemas y estos serian, a su vez, suplantados por otros; incluso dentro de la misma clase obrera, los tradicionales problemas económicos que surgen de la lucha entre trabajo asalariado y capital. Las clásicas discusiones sobre salarios, horas y condiciones de trabajo, aun permanecen sin lugar a dudas, y por consiguiente las luchas continúan, pero han perdido su empuje revolucionario. La misma historia las ha convertido en rutinarios problemas negociables, que se tratan mediante mecanismos e instituciones que funcionan integrados al sistema. El constante desgaste del movimiento sindical y de los partidos de los trabajadores incluidos desde las instituciones con una amplia visión social de «oposición leal» dentro de las fabricas, las oficinas y el propio Estado, constituye acaso la mas notoria evidencia de esta degeneración.

Las demandas ante las infinitas dificultades para la abolición de las jerarquías y la dominación, para alcanzar una vida cotidiana plena, para sustituir los afanes insensatos por trabajo creador, para obtener tiempo libre imprescindible para la autogesti6n de una verdadera comunidad humana solidaria, han surgido no desde una perspectiva de mera supervivencia dentro de una economía de escasos medios, sino mas bien de la misma constelación social opuesta. De esto deriva una tensión creciente, la dificultad para nuevos avances tecnológicos, en medio de una inútil escasez, por un lado, y la promesa de tiempo libre para la satisfacción de las necesidades básicas humanas por el otro. Estas tensiones son sentidas por un área mucho mas amplia y no limitada sólo al proletariado industrial. Las pueden percibir los estudiantes, los profesionales, los pequeños propietarios, los denominados trabajadores de «cuello blanco», los empleados de servicios y del Estado, los elementos marginados, y además algunos sectores de la burguesía y del proletariado industrial «desarrollado», en resumen, sectores de la sociedad que nunca fueron considerados seriamente como posibles fuerzas revolucionarias dentro de la estructura del socialismo proletario. Estas tensiones se centralizan tanto en los problemas económicos como en los de tipo espiritual, que lejos de contradecirse, se complementan. Por otra parte, generan un compromiso especial no tanto con el »socialismo», con sus instituciones estatales centralizadas y su infraestructura burocrática organizada jerárquicamente, sino con la perspectiva de una sociedad libertaria no autoritaria (frecuentemente designada simplemente como «socialismo») en la que la gente, viviendo en comunidades libres, administre la sociedad sobre las bases de la democracia directa y ejerza el verdadero control de la vida cotidiana.

El genio del anarquismo español radica en su talento para fundir las inquietudes del tradicional socialismo proletario con las mas amplias aspiraciones actuales.

En unas paginas muy críticas y notablemente logradas sobre los grupos de afinidad del movimiento anarquista español, Diego Abad de Santillan revela, inadvertidamente, su singularidad. Destaca también el antagonismo que crea el choque entre la tradición y la fantasía que existía en el movimiento anarquista en la década de 1930. «Creemos percibir en nuestros ambientes libertarios, un poco de confusión entre lo que es convivencia social, la agrupación por afinidad y la función económica - agrega Santillan -. Visiones de Arcadias felices, de comunas libres, influyen en la mentalidad de algunos compañeros. Pero la Arcadia ha sido imaginada por los poetas en el pasado; en el porvenir, las condiciones son completamente otras. En la fabrica no buscamos la afinidad [del compañerismo, sino la afinidad del trabajo]. La convivencia en la fábrica no se establece a base de afinidad de caracteres, sino a base de cualidades de trabajo, de pericia profesional.»

Estas son palabras muy austeras. Surgen del léxico de la escasez, del trabajo ético, de los afanes y de las costumbres puritanas de los ibéricos. Los líderes del Partido Socialista español deben haberlas considerado como serios preceptos realistas. Reflejan las duras realidades del socialismo proletario en la d cada de 1930, no las sensibilidades del «futuro».

Pero el hecho de que fuera Santillan quien ordenara a sus compañeros en la primavera de 1936 el rechazo de la »convivencia social» en el proceso del trabajo, la eliminación del "grupo de afinidad» en la actividad productiva como una visión arcaica de una «Arcadia feliz», manifiesta la forma visionaria en que tales grupos eran vistos en realidad por muchos anarquistas españoles. Si nosotros, en la actualidad, comprendiésemos la necesidad del trabajo como una festividad lúdica, y arcadiana experiencia, si nos orientásemos hacia un nuevo sentido de posibilidades inherentes al proceso de industrialización, tendríamos que reconocer que es únicamente como resultado de las oportunidades tecnológicas creadas por nuestra propia época, que nosotros disfrutamos de ese privilegio. El socialismo proletario, en la década de 1930, había transformado la fabrica no sólo en un lugar de cambio social, sino en la realidad del principio de espíritu socialista. En un mundo de carencias materiales y de fatigas, este principio verdadero tiene en cuenta el mínimo de «convivencia social». Santillan se equivoca, en primer lugar, en un aspecto: no habla del «futuro» sino del «presente», de un «presente» cuyos valores están destinados a sufrir las mayores transformaciones en las futuras décadas. Este consagrado anarquista de una etapa histórica diferente pone de manifiesto todas sus limitaciones siempre que intenta trazar, pragmáticamente, su futura trayectoria. Aunque es posible que para su época fuese correcto, se trataba, sin embargo, de un tiempo en que difícilmente se podía admitir una sociedad de «felices Arcadias» en donde los medios de vida serian libremente asequibles a todos y el trabajo desempeñado de acuerdo a la voluntad y a las aptitudes del individuo.

¿Qué había sucedido para que los anarquistas españoles de la década de 1930 imaginaran tales visiones de «convivencia social», de «grupos de afinidad» y de «felices Arcadias»? A este respecto, por lo menos, las opiniones y objeciones de Santillan se ajustaron a las condiciones locales y a la poca del movimiento. Los anarquistas españoles que profesaban esas perspectivas arcadicas eran en realidad poetas del pasado, Habían fabricado sus sueños desde la «convivencia social» de sus pueblos, desde su cultura preindustrial y su herencia espiritual. Para decirlo a nuestro modo, los anarquistas españoles perpetuaron una continuidad entre el «comunismo primitivo» del pasado, al que sin duda idealizaron, dentro del contexto de las condiciones españolas de su época. Además, ese comunismo, a pesar de su «primitivismo», poseía mas elementos del comunismo sofisticado del futuro que del socialismo industrial del movimiento obrero. No debemos olvidar que la «feliz Arcadia» y las «comunas libres» que los anarquistas tomaron del pasado, con frecuencia eran tan austeras como la imagen de Santillan de la fábrica. Ellos también concibieron sus comunidades libres y sus «Arcadias» en términos austeros y puritanos. Creían en el «amor libre» y confiaban en la libertad de la pareja sin el peso de sanciones políticas o religiosas, pero se apartaban de la sexualidad desenfrenada y de la promiscuidad. En sus puestos de trabajo, hacían de la jovialidad una practica cotidiana, pero amaban el trabajo y casi elogiaban sus virtudes purificadoras. En su sociedad «arcadica» no existirían «derechos sin obligaciones», ni «obligaciones sin derecho». Aun cuando todas estas cualidades añadían al socialismo proletario industrial una dimensión espiritual, ética y de convivencia, se trata de un socialismo que en esencia no deja de estar menos rodeado de escasez, contradicciones y preocupaciones que el socialismo de Santillan. Este simplemente procuró recordarles las contradicciones que escondan sus perspectivas; que no podrían existir autenticas «Arcadias» a menos que de la tierra brotasen la leche y la miel. Si hoy día la paradisíaca poesía a que se refiere Santillan tuviese alguna posibilidad de ser realidad, la puritana «Arcadia» anarquista española de antaño también seria un sueno, un «simple ideal», como la austera perspectiva de Santillana de una futura sociedad libertaria basada en «la afinidad del trabajo».

Los anarquistas españoles dejaron tras si una realidad tangible que tiene una colosal relevancia para la radicalización, social de nuestros días. Los «heroicos años» del movimiento, desde 1868 a 1936, fueron un proceso fascinante de experimentación de formas organizativas, de decisiones a nivel técnico, de valores personales, de prácticas educacionales y métodos de lucha. Desde los días de la Internacional y de la Alianza de la Democracia Socialista a los tiempos de la CNT y de la FAI, todas las formas del anarquismo español, colectivista, sindicalista y comunista, habían desarrollado una sorprendente subcultura muy bien organizada, la que promovió dentro de la sociedad española una enorme libertad de acción a través de los sindicatos locales y los grupos de afinidad. Si bien las esferas políticas españolas negaron al campesino y al obrero la total participación en la dirección de los asuntos sociales, el movimiento anarquista, en cambio, alentó su participación. Mucho mas importante que las episódicas sublevaciones revolucionarias, los atentados, o las audaces acciones de pequeños núcleos de compañeros, como «Los Solidarios», fue el talento de los anarquistas españoles para vincular firmemente a los diversos grupos independientes (por medio de la «convivencia social») formando organizaciones coherentes que, a su vez, coordinadas, constituían efectivas fuerzas sociales, decisivas en momentos de crisis, y capaces de desarrollar formas de acción espontaneas teniendo en cuenta los valiosos rasgos de disciplina de grupo y de iniciativa personal. De este proceso surgió una comunidad orgánica y un sentido de ayuda mutua sin parangón en ningún movimiento obrero de esa poca. Además, tan importantes, como materia de estudio, fueron los comités de trabajadores y las colectividades agrarias que seguirían a la revolución de julio, como el movimiento que creó las bases para las estructuras sociales libertarias, el propio movimiento anarquista español.